http://www.ub.edu/geocrit/geo29.htm
Para algunos médicos, desde comienzos del siglo XVIII, las vagas
referencias a la "constitución de los tiempos" no aclaran suficientemente
la naturaleza y las causas de las enfermedades epidémicas. En Italia,
G. M. Lancisi (1654-1720), recogiendo algunas ideas de los iatroquímicos
del siglo anterior, sobre la "fermentación" de las aguas estancadas,
concederá una importancia decisiva a los "vapores" emanados de los
pantanos, en orden a establecer el origen de las epidemias.
Según Lancisi (Lain Entralgo, 1978, 322-323), las temperaturas
elevadas de la época estival, producen una "destilación química"
de las aguas pantanosas; los vapores, convertidos en efluvios volátiles,
son trasladados por el viento, ocasionando diversos tipos de morbidez.
A estos productos inorgánicos, se unen otros seres orgánicos
producto de la descomposición, formando los enigmáticos "miasmas",
que difundidos por la atmósfera afectarán al organismo humano.
Desde mediados de siglo, los miasmas aparecen por doquier, muchas veces
como complemento de las alteraciones atmosféricas. En general, y
hasta la segunda mitad del siglo XIX, gozarán de amplia aceptación
todas aquellas prédicas que atribuyen a los miasmas el origen de
las epidemias -tercianas, fiebre amarilla, cólera, etc-. Tan extraños
elementos, se definen usualmente como substancias imperceptibles disueltas
en la atmósfera, originadas por la descomposición de cadáveres,
elementos orgánicos o incluso por emanaciones de enfermos.
En las últimas décadas del setecientos, y en relación
con el avance de la química y su influjo en la medicina, se producen
intensos esfuerzos para precisar la naturaleza de los componentes de estos
miasmas, y su comportamiento químico. J. P. Janin (1731-1799) establece
en 1782 el "carácter alcalino" de los vapores pestilenciales; para
Guyton de Morveau (1737-1816), las emanaciones pútridas son "amoniacales",
mientras que para Latham Mitchill (1764-1831) -representante de la escuela
americana-, los miasmas son el resultado de "la acción del
septon
-un óxido de nitrógeno- sobre el oxígeno" (J. L. Carrillo
y otros, 1977, 2). En consonancia con estas teorizaciones, se concretan
desde finales del XVIII una serie de medidas, terapéuticas y preventivas,
que consisten principalmente en la fumigación de los lugares apestados
-o que corren peligro de contagio- con diversas sustancias: ácido
nítrico y clorhídrico y gas cloro, habitualmente.
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Inmerso en este ambiente, el médico español A. Cibat, puede
observar del siguiente modo la acción contagiosa de la fiebre amarilla
por medio del viento:
"El gas animal que se levanta del cuerpo de los contagiados, si no es
diluido por el aire agitado, forma una neblina, que ocupa la circunferencia
de los afligidos, que son su centro; del que emanan como otras tantas fuentes
los vapores o miasmas contagiosos. Estos miasmas son a veces imperceptibles,
como lo es el agua y demás exhalaciones que se separan de la superficie
de la tierra, durante el día por la acción de los rayos solares;
y así como éstos forman nubecillas más o menos densas,
que si el aire está en calma se mantienen suspensas sobre los hogares
de que se separaron, se ven fluctuar igualmente los miasmas contagiosos,
o el gas animal alrededor de los enfermos de quienes se separa, como refieren
haberlo visto varios físicos de nota muy distinguida" (A. Cibat,
1804; cit. por M. y J. L. Peset, 1972, 162-163)
Para Cibat, que escribe en 1804, el núcleo de estas "emanaciones
malignas", habría que situarlo en los "lugares de podredumbre":
cloacas, cementerios, cárceles, etc., que deberán ser sometidos
a vigilancia, limpieza y aislamiento.
De este modo, la generalización de las doctrinas miasmáticas
recogidas por la geografía médica, implicará la aceptación
de una serie de puntos focales de la enfermedad, a partir de los cuales
se difunden los mortíferos miasmas. Desde esta óptica, resulta
coherente la importancia que tuvieron los estudios médicos sobre
el medio urbano -con su machacona insistencia en la erradicación
de los focos infecciosos-, en la preparación de las obras hidráulicas
y de saneamiento realizadas en París a partir de 1800 (G. Barret
Kriegel, 1979, 26-27).
En las topografías médicas del siglo XIX encontraremos,
además de una sistemática preocupación por los vientos,
ya que a través de ellos se dispersan los miasmas, una persistente
atención sobre aquellos lugares concretos que son considerados como
focos de peste: pantanos, mataderos, ciudades, estercoleros, etc. y que,
por tanto, deben ser objeto de vigilancia y ordenación. Se desarrolla
así, desde el campo higienista, una reflexión propia sobre
el espacio urbano.
La miseria como reducto de enfermedades
Por la misma época en que tienen gran consideración las
doctrinas miasmáticas, se originan también aquellas interpretaciones
de la enfermedad como fenómeno social, que alcanzaron una amplia
difusión en el siglo pasado. A finales del XVIII algunos médicos
atribuirán a la pobreza, el exceso de trabajo, la mala alimentación,
el hacinamiento en barrios insalubres, y otros factores de tipo económico-social,
una gran relevancia para explicar el impacto de determinadas enfermedades.
En 1790, el médico vienés J. P. Frank (1745-1821), publica
un folleto de expresivo título:
La miseria del pueblo, madre
de enfermedades.
Este mismo autor, escribió entre 1779 y 1819, un extenso tratado
de higiene pública:
System einer volltaendigen medizinischen
Jolizey (6 vol), donde se recogen las principales doctrinas sobre sanidad
pública de la época, y en el que aparece desarrollada una
teoría social de la enfermedad (A. Castigloni, 1941, 611).
Las condiciones de vida y trabajo de las clases subalternas, los barrios
pobres de las ciudades, los lugares públicos de reunión de
multitudes (iglesias, mercados, teatros, etc), aparecen, a partir de J.
P. Frank como focos o agentes de procesos patógenos, que el médico
debe escrutar estrechamente.
Aunque resulta difícil probar si estas ideas tuvieron una fuerte
difusión en la España ilustrada, no faltan evidencias de
que debieron influir en el pensamiento epidemiológico de la época.
Cuando en 1804 el médico J. M. Mociño recorre Andalucía,
por orden de la Junta Superior gubernativa de Medicina, para inspeccionar
la epidemia de fiebre amarilla, encuentra que:
"La suma miseria de sus habitantes es una causa poderosa de que la epidemia
proceda con mayor ma:ignidad. La pérdida de la cosecha ha arruinado
la fortuna de los colonos y la retardación de las lluvias iiene
sin ejercicio a los jornaleros que, incapaces de procurarse algún
pedazo de pan, llevan muchos días de hacer su principal alimento
de sólo frutas. lo que ha deteriorado su constitución y héchola
más susceptible de las miasmas deletéreas" (cit. por G. Anes,
1970, 417).
En general, con la medicina de la Ilustración se perfila lo que
será uno de los puntos neurálgicos de la geografía
médica del siglo XIX: la consideración de un "espacio social",
que unido al espacio puramente físico, debe ser estudiado, analizado
meticulosamente, si se quieren desentrañar los procesos morbosos.
Pero, volvamos a la obra de G. Casal. Su
Historia Natural y Médica
de Asturias (1762), que en cierto sentido puede considerarse integrada
en la tradición de las "historias naturales" que todo tipo de eruditos
realizan en el siglo XVIII, debe ser vista también desde la perspectiva
antes apuntada: la nueva atención que los médicos prestan
al entorno físico, que preludia las topografías médicas
de la centuria siguiente.
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En especial, nos interesa destacar un aspecto del importante trabajo del
médico español: el enorme influjo que en su concepción
ejercen la obra de Sydenham y la tradición hipocrática.
Más, no debe concluirse de esto que G. Casal se conforme con
adherirse dogmáticamente a viejos sistemas, al contrario, su obra
está transitada por un deseo de observación directa, de trabajo
empírico, pues como él mismo afirma: "para dar una relación
más verosímil y clara de estas enfermedades, no creo procedente
acudir al auxilio de raciocinios deducidos de otras especies ya existentes,
ni de ideas fundadas en hipótesis de los autores, sino más
bien a los fenómenos sensibles y que se manifiestan extrínsecamente..."
(G. Casal, 1762, 243).
Estos dos rasgos, la fidelidad al legado hipocrático, y la sugestión
de la observación empírica se conservarán como características
metodológicas en las monografías médicas del ochocientos.
La tradición geográfica en la medicina española
no se reduce exclusivamente, en el siglo XVIII, a la
Historia Natural
de Gaspar Casal. En 1788, A. Pérez Escobar publica en Madrid la
Medicina patria o Elementos de la Medicina Práctica de Madrid,
que puede servir de aparato a la Historia Natural Médica de España,
obra que junto a otras debidas a Castellano Ferrer, Sánchez Buendía,
Cerdán y Cisneros, fueron consideradas por J. B. Peset y Vidal (1878,
20) como genuinas representantes de la geografía médica de
nuestra Ilustración.
La
Topografía médica de la comarca de Alcira, remitida
por F. Llansol en 1797 a la Real Academia de Medicina de Barcelona, nos
permitirá situar la cuestión en el declive de la época
ilustrada. Señala Llansol en su prefacio que:
"El estudio de las enfermedades epidémicas se ha considerado
siempre como necesario en el ejercicio de la Medicina [...] y siendo el
aire la causa más general que influye en la producción de
las epidemias, puso Hipócrates el mayor cuidado en exponer sus variedades,
y los distintos efectos que se originaban en la economia animal, como resultas
de sus varias impresiones en el cuerpo humano...
Sydenham sin hacer uso de los termómetros, ni barómetros,
y aplicando una atentísima observación, nos dejó escritas
unas observaciones epidémicas tan apreciables, que Piquer cree que
son comparables con las de Hipócrates. No por esto repruebo, antes
bien alabo el uso, que en el estado presente se hace de estos instrumentos
en cuanto se aplican a examinar con más certidumbre las cualidades
físicas del aire, pero aseguraré que jamás podrán
servir de norma para poder alcanzar los efectos, que produce en el viviente
por los miasmas, o vapores, que contiene, y siendo sin duda ésta
una de las causas más comunes, con que el aire ejecuta su imperio,
nos veremos siempre obligados a indagar por los varios síntomas
que sobresalen en las enfermedades epidémicas, que son otros tantos
efectos producidos por el transtorno, que indujo en la economía
animal la cualidad de los miasmas, o vapores, el vicio especial del aire...
Si Hipócrates se interesó tanto en el conocimiento de los
males epidémicos, no tuvo menor cuidado en averiguar las distintas
afecciones sensibles, y enfermedades, que se producían por la situación
de los lugares, por la cualidad de las aguas, y por los aires, que dominan
en los Pueblos, todo lo cual constituye las enfermedades endémicas
esto es Pátrias. Para esto nos dejó escrito un precioso tratado
de los aires, aguas y lugares [...]. Yo siempre he creído que en
este libro de Hipócrates están contenidas las mejores reglas
para una verdadera Topografía médica..." (F. Llansol, 1797,
Archivo RAMB, leg. 54).
Tan larga cita, creo puede eximirnos de continuar el comentario sobre
los orígenes intelectuales de la tradición científica
que representan las topografías médicas. Añadamos,
que F. Llansol no es un erudito formado en lecturas trasnochadas, sino
que su encuesta responde a un plan trazado por los doctores F. Salvá
y F. Sanponts de la Real Academia de Medicina de Barcelona; este plan,
le había sido remitido dos veces consecutivas a Llansol por el secretario
de la Academia, animándole a que se empeñase en su realización.
En resumen, en la segunda mitad del siglo XVIII, son evidentes para
numerosos médicos las conexiones que existen entre la morbilidad,
y por tanto la mortalidad, y el medio ambiente. Las sutiles relaciones
que se establecen entre las aguas, los vientos, el aire, los climas, el
suelo, la alimentación y la aparición de epidemias, su difusión
a través de miasmas y la distribución espacial de las enfermedades,
deben, por tanto, ser objeto de estudio. Al superar la medicina el estudio
del cuerpo humano, como lugar privilegiado de enfermedad, se enfrenta a
un espacio mucho más amplio, que primero será sólo
físico, para devenir finalmente en social. Los médicos se
convertirán así, en una de las primeras comunidades científicas
que elaborarán un estudio de espacios concretos, localizados, de
regiones; en suma, una geografía, en el sentido que luego se dio
a este término.