Thursday, June 6, 2013

Sobre miasmas y emanaciones malignas

http://www.ub.edu/geocrit/geo29.htm

Para algunos médicos, desde comienzos del siglo XVIII, las vagas referencias a la "constitución de los tiempos" no aclaran suficientemente la naturaleza y las causas de las enfermedades epidémicas. En Italia, G. M. Lancisi (1654-1720), recogiendo algunas ideas de los iatroquímicos del siglo anterior, sobre la "fermentación" de las aguas estancadas, concederá una importancia decisiva a los "vapores" emanados de los pantanos, en orden a establecer el origen de las epidemias.
Según Lancisi (Lain Entralgo, 1978, 322-323), las temperaturas elevadas de la época estival, producen una "destilación química" de las aguas pantanosas; los vapores, convertidos en efluvios volátiles, son trasladados por el viento, ocasionando diversos tipos de morbidez. A estos productos inorgánicos, se unen otros seres orgánicos producto de la descomposición, formando los enigmáticos "miasmas", que difundidos por la atmósfera afectarán al organismo humano.
Desde mediados de siglo, los miasmas aparecen por doquier, muchas veces como complemento de las alteraciones atmosféricas. En general, y hasta la segunda mitad del siglo XIX, gozarán de amplia aceptación todas aquellas prédicas que atribuyen a los miasmas el origen de las epidemias -tercianas, fiebre amarilla, cólera, etc-. Tan extraños elementos, se definen usualmente como substancias imperceptibles disueltas en la atmósfera, originadas por la descomposición de cadáveres, elementos orgánicos o incluso por emanaciones de enfermos.
En las últimas décadas del setecientos, y en relación con el avance de la química y su influjo en la medicina, se producen intensos esfuerzos para precisar la naturaleza de los componentes de estos miasmas, y su comportamiento químico. J. P. Janin (1731-1799) establece en 1782 el "carácter alcalino" de los vapores pestilenciales; para Guyton de Morveau (1737-1816), las emanaciones pútridas son "amoniacales", mientras que para Latham Mitchill (1764-1831) -representante de la escuela americana-, los miasmas son el resultado de "la acción del septon -un óxido de nitrógeno- sobre el oxígeno" (J. L. Carrillo y otros, 1977, 2). En consonancia con estas teorizaciones, se concretan desde finales del XVIII una serie de medidas, terapéuticas y preventivas, que consisten principalmente en la fumigación de los lugares apestados -o que corren peligro de contagio- con diversas sustancias: ácido nítrico y clorhídrico y gas cloro, habitualmente.(6) Inmerso en este ambiente, el médico español A. Cibat, puede observar del siguiente modo la acción contagiosa de la fiebre amarilla por medio del viento:
"El gas animal que se levanta del cuerpo de los contagiados, si no es diluido por el aire agitado, forma una neblina, que ocupa la circunferencia de los afligidos, que son su centro; del que emanan como otras tantas fuentes los vapores o miasmas contagiosos. Estos miasmas son a veces imperceptibles, como lo es el agua y demás exhalaciones que se separan de la superficie de la tierra, durante el día por la acción de los rayos solares; y así como éstos forman nubecillas más o menos densas, que si el aire está en calma se mantienen suspensas sobre los hogares de que se separaron, se ven fluctuar igualmente los miasmas contagiosos, o el gas animal alrededor de los enfermos de quienes se separa, como refieren haberlo visto varios físicos de nota muy distinguida" (A. Cibat, 1804; cit. por M. y J. L. Peset, 1972, 162-163)
Para Cibat, que escribe en 1804, el núcleo de estas "emanaciones malignas", habría que situarlo en los "lugares de podredumbre": cloacas, cementerios, cárceles, etc., que deberán ser sometidos a vigilancia, limpieza y aislamiento.
De este modo, la generalización de las doctrinas miasmáticas recogidas por la geografía médica, implicará la aceptación de una serie de puntos focales de la enfermedad, a partir de los cuales se difunden los mortíferos miasmas. Desde esta óptica, resulta coherente la importancia que tuvieron los estudios médicos sobre el medio urbano -con su machacona insistencia en la erradicación de los focos infecciosos-, en la preparación de las obras hidráulicas y de saneamiento realizadas en París a partir de 1800 (G. Barret Kriegel, 1979, 26-27).
En las topografías médicas del siglo XIX encontraremos, además de una sistemática preocupación por los vientos, ya que a través de ellos se dispersan los miasmas, una persistente atención sobre aquellos lugares concretos que son considerados como focos de peste: pantanos, mataderos, ciudades, estercoleros, etc. y que, por tanto, deben ser objeto de vigilancia y ordenación. Se desarrolla así, desde el campo higienista, una reflexión propia sobre el espacio urbano.
La miseria como reducto de enfermedades
Por la misma época en que tienen gran consideración las doctrinas miasmáticas, se originan también aquellas interpretaciones de la enfermedad como fenómeno social, que alcanzaron una amplia difusión en el siglo pasado. A finales del XVIII algunos médicos atribuirán a la pobreza, el exceso de trabajo, la mala alimentación, el hacinamiento en barrios insalubres, y otros factores de tipo económico-social, una gran relevancia para explicar el impacto de determinadas enfermedades. En 1790, el médico vienés J. P. Frank (1745-1821), publica un folleto de expresivo título: La miseria del pueblo, madre de enfermedades.
Este mismo autor, escribió entre 1779 y 1819, un extenso tratado de higiene pública: System einer volltaendigen medizinischen Jolizey (6 vol), donde se recogen las principales doctrinas sobre sanidad pública de la época, y en el que aparece desarrollada una teoría social de la enfermedad (A. Castigloni, 1941, 611).
Las condiciones de vida y trabajo de las clases subalternas, los barrios pobres de las ciudades, los lugares públicos de reunión de multitudes (iglesias, mercados, teatros, etc), aparecen, a partir de J. P. Frank como focos o agentes de procesos patógenos, que el médico debe escrutar estrechamente.
Aunque resulta difícil probar si estas ideas tuvieron una fuerte difusión en la España ilustrada, no faltan evidencias de que debieron influir en el pensamiento epidemiológico de la época. Cuando en 1804 el médico J. M. Mociño recorre Andalucía, por orden de la Junta Superior gubernativa de Medicina, para inspeccionar la epidemia de fiebre amarilla, encuentra que:
"La suma miseria de sus habitantes es una causa poderosa de que la epidemia proceda con mayor ma:ignidad. La pérdida de la cosecha ha arruinado la fortuna de los colonos y la retardación de las lluvias iiene sin ejercicio a los jornaleros que, incapaces de procurarse algún pedazo de pan, llevan muchos días de hacer su principal alimento de sólo frutas. lo que ha deteriorado su constitución y héchola más susceptible de las miasmas deletéreas" (cit. por G. Anes, 1970, 417).
En general, con la medicina de la Ilustración se perfila lo que será uno de los puntos neurálgicos de la geografía médica del siglo XIX: la consideración de un "espacio social", que unido al espacio puramente físico, debe ser estudiado, analizado meticulosamente, si se quieren desentrañar los procesos morbosos.
Pero, volvamos a la obra de G. Casal. Su Historia Natural y Médica de Asturias (1762), que en cierto sentido puede considerarse integrada en la tradición de las "historias naturales" que todo tipo de eruditos realizan en el siglo XVIII, debe ser vista también desde la perspectiva antes apuntada: la nueva atención que los médicos prestan al entorno físico, que preludia las topografías médicas de la centuria siguiente.(7) En especial, nos interesa destacar un aspecto del importante trabajo del médico español: el enorme influjo que en su concepción ejercen la obra de Sydenham y la tradición hipocrática.
Más, no debe concluirse de esto que G. Casal se conforme con adherirse dogmáticamente a viejos sistemas, al contrario, su obra está transitada por un deseo de observación directa, de trabajo empírico, pues como él mismo afirma: "para dar una relación más verosímil y clara de estas enfermedades, no creo procedente acudir al auxilio de raciocinios deducidos de otras especies ya existentes, ni de ideas fundadas en hipótesis de los autores, sino más bien a los fenómenos sensibles y que se manifiestan extrínsecamente..." (G. Casal, 1762, 243).
Estos dos rasgos, la fidelidad al legado hipocrático, y la sugestión de la observación empírica se conservarán como características metodológicas en las monografías médicas del ochocientos.
La tradición geográfica en la medicina española no se reduce exclusivamente, en el siglo XVIII, a la Historia Natural de Gaspar Casal. En 1788, A. Pérez Escobar publica en Madrid la Medicina patria o Elementos de la Medicina Práctica de Madrid, que puede servir de aparato a la Historia Natural Médica de España, obra que junto a otras debidas a Castellano Ferrer, Sánchez Buendía, Cerdán y Cisneros, fueron consideradas por J. B. Peset y Vidal (1878, 20) como genuinas representantes de la geografía médica de nuestra Ilustración.
La Topografía médica de la comarca de Alcira, remitida por F. Llansol en 1797 a la Real Academia de Medicina de Barcelona, nos permitirá situar la cuestión en el declive de la época ilustrada. Señala Llansol en su prefacio que:
"El estudio de las enfermedades epidémicas se ha considerado siempre como necesario en el ejercicio de la Medicina [...] y siendo el aire la causa más general que influye en la producción de las epidemias, puso Hipócrates el mayor cuidado en exponer sus variedades, y los distintos efectos que se originaban en la economia animal, como resultas de sus varias impresiones en el cuerpo humano...
Sydenham sin hacer uso de los termómetros, ni barómetros, y aplicando una atentísima observación, nos dejó escritas unas observaciones epidémicas tan apreciables, que Piquer cree que son comparables con las de Hipócrates. No por esto repruebo, antes bien alabo el uso, que en el estado presente se hace de estos instrumentos en cuanto se aplican a examinar con más certidumbre las cualidades físicas del aire, pero aseguraré que jamás podrán servir de norma para poder alcanzar los efectos, que produce en el viviente por los miasmas, o vapores, que contiene, y siendo sin duda ésta una de las causas más comunes, con que el aire ejecuta su imperio, nos veremos siempre obligados a indagar por los varios síntomas que sobresalen en las enfermedades epidémicas, que son otros tantos efectos producidos por el transtorno, que indujo en la economía animal la cualidad de los miasmas, o vapores, el vicio especial del aire... Si Hipócrates se interesó tanto en el conocimiento de los males epidémicos, no tuvo menor cuidado en averiguar las distintas afecciones sensibles, y enfermedades, que se producían por la situación de los lugares, por la cualidad de las aguas, y por los aires, que dominan en los Pueblos, todo lo cual constituye las enfermedades endémicas esto es Pátrias. Para esto nos dejó escrito un precioso tratado de los aires, aguas y lugares [...]. Yo siempre he creído que en este libro de Hipócrates están contenidas las mejores reglas para una verdadera Topografía médica..." (F. Llansol, 1797, Archivo RAMB, leg. 54).
Tan larga cita, creo puede eximirnos de continuar el comentario sobre los orígenes intelectuales de la tradición científica que representan las topografías médicas. Añadamos, que F. Llansol no es un erudito formado en lecturas trasnochadas, sino que su encuesta responde a un plan trazado por los doctores F. Salvá y F. Sanponts de la Real Academia de Medicina de Barcelona; este plan, le había sido remitido dos veces consecutivas a Llansol por el secretario de la Academia, animándole a que se empeñase en su realización.
En resumen, en la segunda mitad del siglo XVIII, son evidentes para numerosos médicos las conexiones que existen entre la morbilidad, y por tanto la mortalidad, y el medio ambiente. Las sutiles relaciones que se establecen entre las aguas, los vientos, el aire, los climas, el suelo, la alimentación y la aparición de epidemias, su difusión a través de miasmas y la distribución espacial de las enfermedades, deben, por tanto, ser objeto de estudio. Al superar la medicina el estudio del cuerpo humano, como lugar privilegiado de enfermedad, se enfrenta a un espacio mucho más amplio, que primero será sólo físico, para devenir finalmente en social. Los médicos se convertirán así, en una de las primeras comunidades científicas que elaborarán un estudio de espacios concretos, localizados, de regiones; en suma, una geografía, en el sentido que luego se dio a este término.

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